Política egipcia

Saad Eddin Ibrahim, el principal activista demócrata de Egipto, tiene colgadas dos fotografías en su modesta oficina del Centro Ibn Jaldoun de Estudios de Desarrollo en El Cairo. Una le muestra con el vicepresidente Dick Cheney en la Casa Blanca; la otra es un retrato del líder de Hezbolá, el jeque Hassán Nasrala. Esta yuxtaposición recoge reveladoramente parte del estado mental de la oposición pro-democracia de Egipto: insegura y sin ningún sitio concreto al que recurrir.

Tres fuerzas modelan a la opinión pública de este país, de más de 70 millones de individuos: el Partido Democrático Nacional en el poder, encabezado por Hosni Mubarak; los islamistas, que han incrementado su porcentaje de escaños parlamentarios desde el 2% en 1984 hasta casi el 20% hoy; y los demócratas, desbordados con creces tanto por los autócratas como por los teócratas.

La primera de estas fuerzas es también la más poderosa y la más terca. En su discurso del pasado noviembre en la sesión de apertura del parlamento de Egipto, Mubarak, que lleva siendo presidente desde 1981, manifestó permanecer en la presidencia mientras su corazón continúe latiendo. También ha tomado medidas para garantizar la sucesión a su hijo, Jamal, una maniobra que probablemente será presentada como encaminada a garantizar “la estabilidad” de Egipto. Mubarak encarcela de manera rutinaria a los que le desafían, hombres como Aymán Nour, candidato predilecto en las elecciones presidenciales del 2005 (con el 7% de los votos), Talaat el-Sadat, un miembro del parlamento y sobrino de Anwar Sadat que había criticado al ejército egipcio, e Ibrahim, encarcelado en el 2000 junto con miembros de su personal y absuelto tres años después.

El programa de los islamistas, al igual que el de Mubarak, es ininteligible en el mismo sentido. La Hermandad Musulmana, que continúa ganando fuerza con el eslogan “El islam es la solución“, está considerada por algunos como el verdadero beneficiario de “la revolución democrática”. Pero su logro electoral también tiene algo que ver con los presuntamente 500 millones de libras egipcias que dedicó a distribuir mantas y comprar votos en las últimas elecciones. Con apenas el 23% de los votantes registrados acudiendo a votar, tales prácticas ostentan una influencia desproporcionada.

La oposición pro-democracia, no obstante, es aún más difícil de comprender. Aunque existen 23 partidos opositores sobre el papel, en la realidad apenas tres tienen alguna relevancia: el Partido Wafd, liberal (prohibido de 1952 a 1978), el Partido Nasserita Nacionalista Árabe, y el Partido Tagammua, progresista.

Cada uno a su aire, defienden medidas hacia una democracia genuina y una judicatura independiente, la libre creación de partidos políticos, la privatización, y la abolición del estado de emergencia de Egipto. Los reformistas también pretenden enmendar el Artículo 77 de la Constitución, con el fin de imponer un límite de dos mandatos al presidente.

También tienden a compartir el lamento por la decadencia cultural y económica en un país que solía ser el símbolo del orgullo árabe. No solamente señalan la acuciante pobreza de Egipto, sino su pérdida de cosmopolitanismo, sus tambaleantes puentes con Occidente y el catastrófico estado de sus escuelas. El Consejo Nacional de Educación informada recientemente de que Egipto gasta 743 dólares al año por cada estudiante universitario, casi un décimo de los gastos en educación en los países tercermundistas, y la quinceava parte de lo que dedican los países desarrollados. Existe un punto sin embargo en el que reformistas egipcios, autócratas y teócratas parecen coincidir. Comparten una postura crítica hacia los esfuerzos democratizadores americanos en Oriente Medio. Consideran irresponsablemente prematuros los optimistas anuncios americanos de “una primavera árabe” en el 2005 — provocados por la “Revolución de los Cedros” en el Líbano, las elecciones sin precedentes en Irak y los territorios palestinos, y las primeras elecciones presidenciales con varios candidatos en Egipto en 50 años. Autócratas y teócratas señalan un tipo distinto de imperialismo americano. Los demócratas señalan unos Estados Unidos que renegaron de su compromiso con la democracia y, tras su fracaso en Irak, volvieron al antiguo enfoque de “la estabilidad” que borró todo lo que se había logrado desde que el tema de la democracia se puso realmente sobre la mesa. Los reformistas tomaron nota especialmente cuando durante su visita a Egipto a mediados de enero, la Secretario de Estado Condolizza Rice evitó inefablemente la retórica de la democratización que había empleado durante su último viaje en el 2005.

Refaat El-Saeed, miembro de la cámara alta del parlamento de Egipto y cabeza del Partido Tagammua, define esto de manera bastante simple. Los egipcios, decía el otro día, “no pueden imaginar que las mismas personas que torturaron a presos en Abú Ghraib, dirigen el campo de detención de Guantánamo y perdonan constantemente la agresión israelí también sean democratizadores genuinos“.

Al margen incluso de estos pecados, El-Saeed cree que la iniciativa de democracia americana está mal encaminada de manera fundamental: “La democracia es un asunto interno, no se puede exportar a gran escala“. Otros activistas demócratas están de acuerdo. La iniciativa democratizadora americana en Oriente Medio, dicen, ha demostrado ser dudosa e inconsistente — por no decir abiertamente contradictoria. Lo que se dice y lo que se hace son dos cosas distintas — especialmente aquí. La democracia no es un proyecto “instantáneo” creado mediante una imagen de elecciones que puede falsificarse con facilidad. La democracia lleva tiempo — pero América parecía haber perdido su paciencia.

En lugar de abandonar sus esfuerzos por instigar la democracia en la región, Estados Unidos debería escuchar a aquellos que comparten sus objetivos en la región y permanecer a su lado mientras intentan devolver a sus cabales “la primavera de la libertad”.

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