Las concentraciones multitudinarias de Egipto y Túnez nos cogieron por sorpresa a la mayoría de nosotros
por Nir Boms y Elliot Chodoff
Las concentraciones multitudinarias de Egipto y Túnez nos cogieron por sorpresa a la mayoría de nosotros. Las revoluciones lo suelen hacer. Sir Anthony Parsons, embajador británico en Teherán, declaraba en 1978 que “hay muy pocas o ninguna prueba de malestar entre los pobres de la ciudad”. Poco después, los iraníes se echaban a la calle y deponían al Shah.
Una década más tarde, Estados Unidos se vio sorprendido por el súbito colapso de la Unión Soviética, otra revolución desde el interior. En octubre de 2000, varios cientos de miles de personas protestaban contra Slobodan Milosevic, detenido por la policía serbia seis meses más tarde y procesado eventualmente por crímenes de guerra. En 2003, el presidente georgiano Eduard Shevardnadze trataba de robar unos comicios, y la población le impidió abrir una nueva legislatura del parlamento en lo que se terminó conociendo como la Revolución Rosa. La Revolución Naranja de Ucrania tuvo lugar un año después, con medio millón de personas desfilando para denunciar el fraude electoral, la corrupción y la represión.
Pero no todas las concentraciones multitudinarias acaban en éxito. En 1989, la República Popular de China tuvo pocas contemplaciones con los 100.000 manifestantes reunidos en la Plaza de Tiananmen tras el sepelio de Hu Yaobang, un popular líder comunista que creía en las reformas políticas y económicas. El Líbano sigue rehén a pesar de su concentración del millón de 2005. Irán se ha aprendido la moraleja: Las tentativas reiteradas de revolución — incluyendo la de los estudiantes en 1999 y el Movimiento Verde de 2009 — han sido aplastadas con un elevado número de bajas. En Egipto, Siria y hasta Marruecos, las protestas populares han sido aplastadas con rapidez.
Aunque cada revolución es un importante suceso único, de estos ejemplos se desprenden algunas lecciones. En primer lugar, el deseo de libertad sobrevive a pesar de las amenazas, la intimidación y la represión. En segundo lugar, una “marcha por la libertad” no tiene nada que ver con la democracia, sino con algo mucho más básico: el deseo de ser escuchado y tener el control de la vida de uno. Las aspiraciones no pueden por sí solas suscitar una revolución, por supuesto. Exigen movilización, liderazgo, valor y voluntad de sacrificio — alimentados con frecuencia por una sana dosis de odio al régimen.
Túnez no es una excepción a estas reglas. Su población tiene educación pero aun así está en el paro. Su corrupta clase dirigente, con su extravagante tren de vida, no pasó desapercibida a los ojos de la población. Se desarrolló progresivamente una disonancia en la que el tunecino medio tenía permiso para experimentar el “mundo exterior” viviendo en medio de un régimen represor que no toleraba la voz disidente. Y tenía un núcleo duro de oposición, incluyendo a blogueros como Azyz Amamy o Sofian Bel Hak, que se valieron de la única herramienta de comunicación facilitada a la oposición: internet.
En Occidente despreciamos a menudo el llamado “activismo virtual” como la extravagancia de vagos de sofá que sólo añaden “amigos” a sus páginas de las redes sociales. En lugares como Túnez, ese “amigo” puede costarte la cárcel — lo “virtual” puede ser un poquito más real. En Túnez, Georgia y Ucrania, Irán y otros sitios, fue internet lo que ayudó a que se produjera la marcha de la libertad y a que se emitiera al mundo, generando así el combustible internacional imprescindible para su éxito.
El efecto dominó ya se está sintiendo. Para ponerse a salvo, Siria ha elevado el subsidio de los combustibles al 72%. Jordania ha obligado a bajar los precios de los combustibles y de otros productos básicos. Yemen reduce su impuesto sobre la renta un 50%. Estos regímenes están aprendiendo una lección fundamental: el pueblo tiene que ser tenido en cuenta.
Túnez, el primer éxito de marcha de la libertad en un país árabe, demuestra que, bajo las circunstancias adecuadas, la voz de la población se puede escuchar hasta en esa región del planeta. Para la élite en el poder en la región, es una fuente de inquietud que puede inducirla a tomar medidas encaminadas a debilitar el éxito de la “revolución popular”.
Alcanzar la libertad no es ni seguro ni fácil. Por cada éxito habrá muchos fracasos sangrientos. Por desgracia, los datos recientes (Túnez no incluido) apuntan un descenso acusado global de la libertad política. No obstante, la marcha hacia la libertad prosigue y puntualmente da una sorpresa revolucionaria. Si creemos en la libertad, tenemos que hacer más por combatir la censura, garantizando que las voces de la población — virtuales o de cualquier otra índole — se escuchan claramente, especialmente por parte de aquellos que se esfuerzan por acallarlas.
(Nir Boms es el ex vicepresidente de la Fundación para la Defensa de las Democracias; Elliot Chodoff es analista militar de la Universidad de Haifa).